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Palestina: El fraude histórico del plan de paz estadounidense

El acuerdo del siglo anunciado por Donald Trump rompe con la tradición diplomática estadounidense y el consenso jurídico internacional al reconocer unilateralmente, el 6 de diciembre de 2017, a Jerusalén como capital de Israel. El plan de paz estadounidense para Palestina que la Casa Blanca prepara desde hace más de dos años podría ser revelado en los próximos días

El plan de paz estadounidense para Palestina que la Casa Blanca prepara desde hace más de dos años podría ser revelado en los próximos días. Presentado por Donald Trump como «el acuerdo del siglo», corre el riesgo de pronto ser considerado por los historiadores como el timo diplomático del siglo. O, al menos, como la tentativa de timo del siglo. Destinado en principio a resolver el conflicto entre Israel y los palestinos, que dura ya más de setenta años, si fuera aplicado conforme a los elementos que han sido comunicados a varios países de la región, terminaría de hecho en la liquidación —sin solución— de la cuestión palestina, tal como está inscrita en la historia y el derecho internacional.

“Lo que se ha intentado antes ha fracasado. Pienso que tenemos ideas nuevas, frescas y diferentes”, confiaba el jefe de la diplomacia americana, Mike Pompeo, en una audición el 27 de marzo ante la Cámara de Representantes. Invitado a ser más preciso, el secretario de Estado indicó que el futuro plan de paz “pondría fin al consenso tradicional sobre cuestiones clave como Jerusalén, las colonias o los refugiados”. Cuando recordamos que la Administración Trump ha terminado ya “con el consenso internacional”, es decir, con la tradición diplomática estadounidense y el consenso jurídico internacional, al reconocer unilateralmente, el 6 de diciembre de 2017, a Jerusalén como capital de Israel y transferir cinco meses después su embajada y reconocido, hace tres semanas, la soberanía israelí sobre el Golán, ocupado como Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este desde 1967, podemos imaginar en qué dirección esas “ideas nuevas, frescas y diferentes” de los colaboradores de Donald Trump han podido orientar el contenido del “acuerdo del siglo.”.

Como sabemos, es Jared Kushner, yerno de Trump y magnate inmobiliario como su suegro, el que pilota desde hace dos años este proyecto junto con Jason Greenblatt, consejero especial de Trump para las relaciones internacionales, y David Friedman, embajador de los Estados Unidos en Israel. Greenblatt y Friedman, abogados de negocios, como Kushner, no tienen ninguna experiencia diplomática ni conocimientos sobre Oriente Próximo más allá de Israel, donde están implicados financieramente en las tareas de colonización.

Al haber sido boicoteados por el presidente palestino Mahmoud Abbas, que ha roto los contactos con Washington desde el reconocimiento de Jerusalén como capital, han elaborado el plan con el primer ministro Benjamín Netanyahu y sus colaboradores. Pero numerosos dirigentes árabes han sido consultados e informados, entre ellos el presidente egipcio Abdel Fattah al-Sissi, el rey de Jordania Abdallah II, los soberanos de los reinos y emiratos del Golfo y sobre todo el príncipe heredero saudí Mohammed Ben Salmane (MBS), amigo personal de Kushner. Varios de ellos se ven directamente concernidos por las disposiciones del plan, y no solamente para participar en su financiación.

Según los elementos que hoy se pueden reunir a través de diversas fuentes diplomáticas, está claro que, como anunciaba Pompeo, se ha roto el consenso tradicional en cuestiones claves como Jerusalén, las colonias o los refugiados. Pero también en otras cuestiones fundamentales como las fronteras y las garantías de seguridad. De hecho, el “plan Kushner-Netanyahu” no está basado, como las negociaciones anteriores, en un intercambio de concesiones territoriales, políticas, jurídicas o estratégicas sino en una oferta tipo “lo tomas o lo dejas” inspirada, según ha confesado Trump, en los métodos de negocio inmobiliario que han construido su fortuna y la de su yerno.

A cambio de la movilización de un fondo de ayuda de 25.000 millones de dólares, alimentado por las monarquías árabes, destinado a modernizar las infraestructuras, a la formación profesional y a estimular la economía de sus territorios, los palestinos deben abandonar la mayor parte, si no la totalidad, de sus derechos nacionales históricos conforme al derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas. Jared Kushner lo ha revelado implícitamente en una entrevista concedida en junio de 2018 al diario palestino Al Qods: él se dirige al pueblo palestino, no a sus dirigentes, y busca su adhesión y su apoyo prometiéndoles no un Estado independiente sino una economía próspera y la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida. “El mundo —recuerda a Al Qods— atraviesa una revolución industrial y tecnológica y los palestinos pueden beneficiarse de ello dando un salto para unirse a los líderes de la nueva era industrial. Son trabajadores, educados, vecinos del Silicon Walley de Oriente Próximo que es Israel. La prosperidad de Israel se extenderá a los palestinos si hay paz”.

Un enclave administrativo en Jerusalén

Esta estrategia de paz utilizando la economía y el éxito individual, que alimenta un sueño legítimo de prosperidad pero ignora deliberadamente los derechos de los palestinos como nación, no es nueva. Pero es la primera vez que constituye la oferta más importante de un plan de paz propuesto a los palestinos. También es la primera vez, desde los acuerdos de Oslo de 1993, que son abandonadas casi todas las garantías de las fases precedentes de negociación, que constituían hasta ahora la base de nuevas conversaciones.

Lo mismo ocurre con Jerusalén. Durante las negociaciones de Taba, en enero de 2001, la parte israelí había aceptado que la ciudad fuera la capital de los dos países: Jerusalén para el Estado de Israel y Al Qods (nombre árabe de la ciudad) para el Estado Palestino. Los palestinos, por su parte, habían insistido en que Jerusalén Este fuera la capital de su futuro Estado. La estrategia de colonización y de anexión de facto de Jerusalén Este por Israel ha destruido progresivamente la hipótesis de coexistencia de las dos capitales. Después, el reconocimiento unilateral por Trump de la ciudad como capital de Israel ha enterrado, de hecho, la aceptación por ambas partes de una hipotética compartición de soberanía.

Esta opción diplomática no es conforme al derecho internacional ni a las resoluciones de Naciones Unidas. Ha sido cuestionada o condenada por la mayor parte de la «comunidad internacional» pero está confirmada por las disposiciones del plan de paz estadounidense. Una única concesión israelí propuesta en el documento: la creación en Jerusalén Este de un “enclave administrativo” en el que se agruparán los servicios relativos a la gestión de la población palestina. De una utilidad práctica discutible, este «enclave» tendría el principal mérito de demostrar que los dirigentes israelíes han sabido valorar los sacrificios y los esfuerzos de las dos partes. El lugar preciso y el contenido exacto del “enclave administrativo” en Jerusalén Este no están claros por el momento, pero se supone que esta creación no va a albergar una representación o un órgano político palestino como el Parlamento cuya construcción había sido iniciada, y luego abandonada, hace algunos años en Abou Dis, un barrio limítrofe de Jerusalén Este.

Los santos lugares musulmanes de Jerusalén Este, bajo tutela de Jordania en virtud de los acuerdos de armisticio israelo-árabes de 1949, no cambiarían de estatus y la libertad de circulación y de culto en la explanada de las mezquitas estarían garantizados. Los dirigentes árabes consultados han insistido en este punto, según declaró Jared Kushner al diario palestino. Sobre un Estado palestino, en cambio, nada que hacer. La única entidad prevista es una especie de “bantustán” palestino, sin soberanía, ni unidad territorial, ni fuerzas de seguridad.

Innovación importante y explosiva: el plan prevé también la anexión a Israel de una buena parte de Cisjordania.

Empujado por la necesidad de convencer al electorado de colonos, que juzga capital para su reelección, Benjamín Netanyahu lo confesó anticipadamente el pasado domingo afirmando que, si fuera elegido, se anexionarían inmediatamente los bloques de colonias y no retiraría ninguna colonia judía aislada. Anuncio que coincide con una de las disposiciones del plan americano según el cual Israel se anexionaría la «zona C» de Cisjordania.

Esta zona, definida por los acuerdos provisionales de Oslo, que cubre el 60% de Cisjordania, se extiende desde la línea de armisticio de 1949 (“línea verde”) hasta el Jordán, que constituye la frontera con Jordania. Bajo control de seguridad y administrativo israelí, esta zona concentra cerca de 200.000 palestinos y casi la totalidad de los 500.000 colonos israelíes de Cisjordania. Contiene, en forma de islotes territoriales separados, la zona A (18% del territorio) que se extiende alrededor de las principales aglomeraciones palestinas, y la zona B (22%) formada por tierras sin construir.

Si se confirma esta disposición, responderá exactamente a una exigencia de los dirigentes israelíes que repiten, desde hace años, que el control del valle del Jordán es indispensable para la seguridad de Israel. Confirmaría también que, como había anunciado Jared Kushner, el plan de paz de la Casa Blanca permitirá por fin a Israel definir claramente su frontera oriental. Una frontera hasta ahora incierta, ligada en teoría al trazado de la línea verde, que podría, si se aplica el plan, seguir el curso del Jordán. En esta configuración, el territorio otorgado al Estado palestino se limitaría, más allá del muro y de la barrera de separación, a un archipiélago de cantones dispersos que representa el 40% de Cisjordania, es decir, menos del 10% de la Palestina mandataria. La imposibilidad material de construir en ese espacio un Estado viable coincidiría con el rechazo creciente, entre los dirigentes y una parte de la sociedad israelí, de ver nacer un Estado palestino.

Incluso si la anexión de parte o toda Cisjordania es juzgada hoy como inútil, incluso nociva para la seguridad de Israel, por algunos militares como los «Comandantes de la seguridad de Israel», más del 40% de los israelíes se declara favorable, en diversas formas, 30% duda y sólo el 28% se opone. Por lo tanto, son menos los imperativos de seguridad o estratégicos regionales que las consideraciones de política interior israelí los que han guiado a Jared Kushner al incluir este proyecto en su plan.

Entre las demás disposiciones explosivas de este documento figura también el destino de los refugiados. Según las informaciones comunicadas a algunos países árabes, el derecho de retorno, aunque sea de forma simbólica, de unos 5,2 millones de refugiados palestinos dispersos por el mundo árabe, ni siquiera se menciona en el acuerdo propuesto, a pesar de que figura explícitamente en la resolución 194 de Naciones Unidas.

En Taba, en 2001, donde la delegación israelí había rechazado el “derecho de retorno” pero admitido “el deseo de retorno”, los negociadores de los dos campos habían previsto, a título simbólico, el retorno en quince años de 40.000 refugiados al territorio del Estado de Palestina pendiente de creación.

Para la mayor parte de los refugiados, que no se habrían beneficiado de esta repatriación excepcional, estaban previstos programas de integración en países anfitriones y/o de transición, sobre una base voluntaria, hacia terceros países. Hoy serían viables sólo esas dos últimas opciones, a condición de que los fondos movilizados lo permitan. Cuando se conoce la importancia política y humana de los refugiados, “portadores del país natal”, en el movimiento nacional palestino, cuando se tiene en memoria la importancia dada a su destino en las conversaciones, desde Oslo, nos imaginamos la amplitud de la renuncia a la que están obligados los palestinos por este “plan de paz”.

La cólera del viejo rey Salmane

En Ramala, donde el nuevo primer ministro palestino Mohammad Shtayyeh no ha sido capaz aún de formar gobierno tras un mes de consultas, los alarmantes rumores que circulan sobre el “acuerdo del siglo” se añaden a las especulaciones políticas, a las dificultades económicas y al descrédito que azota a la Autoridad para aumentar el desarraigo de los palestino, cuyo futuro nunca ha sido tan sombrío. “Una cosa es segura -dice alguien cercano al presidente palestino-, si los estadounidenses y los israelíes creen que presentando este plan como un hecho consumado van a hacerle ceder y conseguir su acuerdo, se equivocan. Es viejo y está enfermo, políticamente debilitado, pero no quiere morir como un traidor. Si un dirigente palestino tiene que aprobar un texto que niega la totalidad de nuestros derechos nacionales, no será él”.

El carácter desequilibrado y abiertamente parcial de este plan en que las concesiones de las dos partes están lejos de ser equivalentes, explica en parte los numerosos aplazamientos de su presentación. Numerosos dirigentes árabes, reticentes a participar en la movilización de 25.000 millones de dólares destinados a la financiación de un proyecto tan discutido, incluso aunque no tengan nada que negar a Washington, temen las erupciones de cólera que podrían manifestarse entre la población con la publicación de un plan tan abiertamente favorable a Israel. Y no tienen ninguna gana de que sus conciudadanos sepan que han estado asociados a este proyecto. Ellos son pues el origen de las numerosas modificaciones del texto y del retraso en su publicación.

El presidente egipcio al-Sissi, que había mostrado en un primer tiempo un cierto interés en la creación de una vasta zona industrial en el Sinaí, vecino de la franja de Gaza, que el plan Kushner pretende separar de Cisjordania y acercar a Egipto, parece hoy claramente menos entusiasta. La perspectiva de añadir a sus problemas domésticos la vigilancia de un territorio bajo control de una organización nacida de los Hermanos Musulmanes y en la que están activos también partidarios de Irán, podría complicar sus relaciones con Trump, que acaba de mostrarse muy generoso con él en materia de lucha antiterrorista.

En Jordania, también dependiente de la ayuda estadounidense, el rey, que no subestima el eco desestabilizador que podría causar en su reino una explosión de cólera en Palestina, parece tan desconfiado con las intenciones israelíes sobre la gestión de los santos lugares musulmanes como con las ambiciones saudíes. “Desde hace algunas semanas -cuenta un diplomático-, cada vez que el rey habla en televisión lo hace vestido con el uniforme militar, como si quisiera indicar a sus vecinos que Amman no está dispuesta a renunciar a su papel en Jerusalén”.

Porque, bajo la influencia de MBS, el reino wahabita que acoge a las ciudades santas de La Meca y Medina, pretende aprovecharse del debilitamiento de los palestinos y del apoyo acordado en el plan Kushner para conseguir de Israel una presencia más importante en el tercer lugar santo del Islam. Como el príncipe heredero saudí ha sido, con su mentor emiratí Mohammed Ben Zayed (MBZ), uno de los principales apoyos árabes del plan Kushner, tal vez sea desde Riad de donde vengan las reticencias más molestas de la región al proyecto estadounidense.

Al viejo rey Salmane, padre de MBS, muy enfadado porque sus amigos estadounidenses no hayan tenido en cuenta la iniciativa árabe de paz de 2002, que preveía la evacuación por Israel de los territorios ocupados desde 1967 y la creación de un Estado palestino con Jerusalén Este como capital, le ha costado admitir el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el abandono del proyecto de Estado palestino, lo que para él sería una derrota histórica de los árabes y de los musulmanes y no estaría dispuesto a contribuir financieramente a este desastre. Reticencia que podría ser compartida por otros soberanos si la revelación del plan estadounidense provocara manifestaciones de cólera popular.

En otros términos, aunque en el entorno de Netanyahu algunos estimen que Trump será capaz de imponer su plan de paz en el momento que desee, como lo ha hecho sin causar una oposición creíble con el reconocimiento de Jerusalén como capital o la anexión del Golán, la partida esta vez podría ser más difícil. Esto podría justificar un nuevo aplazamiento de la publicación del documento hasta el 14 de mayo, por ejemplo, fecha aniversario de la proclamación por David Ben Gurion de la independencia del Estado de Israel, en 1948.

 

Fuente: Rebelión

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