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Palestina: Perder los olivos, perder el pasado, perder el futuro

Una semana por año, el ejército israelí abre el portón de acero del muro que cruza la localidad de Beit Jala y deja pasar a palestinos que han solicitado previamente un permiso para recoger las aceitunas al otro lado

La razón para privarnos de nuestras tierras es, según Israel, motivos de seguridad. Es siempre su argumento. Una frase que en el fondo no quiere decir nada. Este muro es solo una manera de quedarse con tierras que son nuestras. En este momento, esta el Muro de Apartheid que tiene unos 800 kilómetros, se extiende por Cisjordania y rodea Jerusalén.

“Esta que pisamos es mi tierra. La tierra de mi padre, de mi abuelo, de mi bisabuelo…”, Issa Al Shatleh pronuncia estas palabras como una triste letanía, mientras camina lentamente por un terreno baldío hasta que el impresionante muro de hormigón le corta el paso y le hace parecer pequeño, casi insignificante. El hombre se agacha e intenta ver algo entre las rejas de un portón de acero incrustado en la muralla que está cerrado a cal y canto. “Esa de ahí también es mi tierra”, dice, señalando al otro lado.

La familia Al Shatleh perdió el acceso a estos campos de olivos en la localidad palestina de Beit Jala, cerca de Belén, en 2015. “Exactamente el 17 agosto”, recuerda Issa.

Desde 2004, los habitantes de Beit Jala sabían que el muro de separación que Israel construía en torno a Cisjordania con el argumento de proteger a los israelíes de ataques terroristas amenazaba sus tierras. El trazado de esta barrera cruzaba en algunos casos sus propiedades, en otros las dejaba al otro lado del muro, es decir, les privaba de acceder sin permiso israelí.

En el vecindario de Bir Onah, donde los Shatleh tenían sus mejores olivos, hubo hasta 2015 una verja colocada por el ejército israelí pero la familia podía circular sin restricciones. “Íbamos libremente a nuestras tierras, hacíamos la cosecha sin problema hasta que un día, sin previo aviso, llegó el ejército con excavadoras. Un vecino nos alertó. Llegamos y estaban arrasando las tierras y arrancando los olivos de raíz. No nos dejaron pasar”, recuerda este padre de familia de 46 años.

Issa casi terminó detenido aquel día. Uno de sus hermanos recibió un severo golpe en la cabeza por parte de un soldado israelí cuando quiso llegar hasta los olivos y tuvo que pasar una semana en el hospital. “Fue una sensación terrible de rabia e impotencia. Un mes después, el muro estaba construido tal y como lo vemos hoy”, resume, señalando la pared de hormigón de unos siete metros de altura.

Al otro lado solo quedó un olivo de los 24 que tenía la familia. Un olivo milenario y imponente que se salvó por estar algo más alejado del muro.

Desde aquel día de agosto de 2015 la familia Shatleh no puede acceder a su tierra. Una semana por año, el ejército israelí abre el portón de acero del muro y deja pasar a palestinos que han solicitado previamente un permiso para recoger las aceitunas al otro lado. Se cruza a las 8 de la mañana y se vuelve a entrar a las 5 de la tarde. Sin excepciones.

“Los soldados israelíes se preguntan por qué toda nuestra familia va si solo tenemos un solo olivo. Les decimos que toda la familia necesita cruzar y verlo para no olvidar”, explica Issa.

 

 

 

                                                  

 

En la casa familiar, en el casco histórico de Beit Jala, Issa y sus hermanos recuerdan entre risas y nostalgia las fiestas que se organizaban cada año con motivo de la recogida de la oliva, sus juegos, siendo niños, entre árboles que hoy ya no existen, y el respeto hacia esta cultura milenaria de la aceituna.

“Se trata de algo más importante que un puñado de olivos. Hablamos de defender lo nuestro. Al quitárnoslo, Israel no nos quita solo el pasado, sino también el futuro”, dice mirando a sus tres hijos, Nicolas, Matheu y Oriana, de 15, 13 y 6 años.

“Ellos conocen la historia de las tierras de la familia. Cuando construyeron el muro y no pudimos pasar les expliqué que esa tierra siempre sería nuestra pero que los árboles habían desaparecido debido a la ocupación”, agrega Issa.

Este padre de familia, que trabaja como contable en la alcaldía de Jerusalén, no conjuga los verbos en pasado. “La tierra es nuestra”, insiste. La familia, al igual que la inmensa mayoría de afectados por el muro de separación en Beit Jala, no ha recibido ninguna compensación económica de parte de Israel. “Tampoco la hemos pedido”, admite Issa. “ Solicitar una indemnización sería de alguna manera aceptar que hemos perdido la tierra y eso es lo último”, agrega.

Mirando la fotografía de su padre que preside el salón de la casa este palestino suspira aliviado al recordar que no vivió para asistir a la destrucción de los olivos. “Murió en 2007. Sufrió un derrame cerebral el día en que esta casa fue bombardeada en plena segunda Intifada, en 2002 y desde entonces permaneció enfermo y en cama”, explica.

La familia Al Shatleh tiene otra pequeña propiedad en el valle de Cremisan, también en el municipio de Beit Jala, donde medio centenar de familias palestinas han librado una lucha de David contra Goliat contra el Estado de Israel durante años para intentar frenar el avance del muro ya que el trazado original cruzaba sus propiedades.Su tenaz batalla en los tribunales israelíes terminó en 2015 cuando perdieron el último recurso. En este momento, a la altura de Cremisan el muro no se ha terminado por la presencia de dos monasterios salesianos y hay una apertura de unos 150 metros, lo cual permite que la familia Shatleh pueda aún acceder a sus tierras. Lo que antes les costaba dos minutos, hoy lleva media hora y exige subir una empinada ladera, lo cual priva del acceso a niños y ancianos.

“Nuestra lucha en la justicia no sirvió de nada, la decisión estaba tomada de antemano. Pero lo intentamos. Nosotros venimos a estas tierras unas cinco veces al año, por la dificultad de acceso y tal vez un día si este paso se cierra no podremos venir más”, lamenta este palestino.

En Cremisan, la familia ya perdió cuatro de los nueve olivos que tenía con la construcción de una parte del muro. En los cinco restantes siguen recogiendo aceitunas, pero con mucha dificultad por los problemas de acceso. La disminución del número de olivos sumada a que este año no ha sido bueno debido al clima, ha hecho que Issa y sus hermanos hayan producido solamente un tanque de 16 litros de aceite con la oliva recogida en octubre. Antes de que el muro fuera construido, llegaban a 20 tanques.

“Antes eran tierras vivas, ahora la gente las va abandonando poco a poco porque es complicado llegar hasta ellas y porque no sabemos si dentro de unos meses, el muro se cerrará y tampoco podremos tener acceso a ellas”, explica Issa.

Las familias tampoco pueden hacer otro camino para llegar hasta sus olivos porque las tierras se encuentran en la llamada área C de Cisjordania, es decir, bajo control militar y administrativo de Israel. De la superficie municipal de Beit Jala, un cuarto está en área C.

“Soy cristiano, tengo fe y quiero pensar que este muro un día caerá como han caído otros. Yo tal vez no lo vea, pero confío en que mis hijos y nietos sí”, piensa Issa en voz alta, observando la pared de hormigón desde la parte alta de Beit Jala.

En este momento, esta barrera de separación tiene unos 800 kilómetros, se extiende por Cisjordania y rodea Jerusalén. En algunos puntos de su trazado es una impresionante pared de hormigón y en otros, una valla electrificada que ha confiscado tierra palestina y ha creado de facto una nueva frontera. Pese a que la ONU y la Corte Internacional de Justicia lo han declarado ilegal, su construcción no se ha detenido y más del 80% de su trazado discurre por tierra palestina.

“La razón para privarnos de nuestras tierras es, según Israel, ‘motivos de seguridad’. Es siempre su argumento. Una frase que en el fondo no quiere decir nada. Este muro es solo una manera de quedarse con tierras que son nuestras”, afirma Issa.

Y los 17.000 habitantes de Beit Jala se sienten enjaulados. En esta zona palestina existen actualmente 23 asentamientos israelíes en los que viven más de 120.000 personas. Las colonias y el muro han cambiado totalmente la fisonomía de la región y han separado a los palestinos de Beit Jala y de la vecina Belén, de Jerusalén, ciudad situada a 10 km con la que siempre estuvieron muy ligados. Hoy en día, palestinos como los Al Shatleh necesitan un permiso israelí para ir a Jerusalén. Lo obtienen, en el mejor de los casos, en Pascua o Navidad, pero no siempre y no forzosamente para toda la familia.

“Yo decidí hace tres años que no voy más a Jerusalén”, afirma Issa. “Aunque tengas permiso llegas al retén militar israelí y te tratan como a un animal, como ganado. No puedo pasar más por eso”, afirma.

“Toda Beit Jala está en peligro. La gente se va porque estamos viviendo acorralados. Los sueños de los jóvenes, los de mis propios hijos, por ejemplo, ya no están en Palestina. Si pueden, los chicos se van a estudiar fuera y ya no vuelven”, lamenta Issa.

“Yo volveré, papá”, le responde Nicolas, su primogénito. Su padre le devuelve una sonrisa llena de orgullo y de tristeza.

 

 

Fuente: Beatriz Lecumberri, El Diario - España

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